(CUENTO)
El
en palacio de Rubilandia había un ladrón de rubíes. Nadie sabía quién era, y a
todos tenía tan engañados el ladrón, que lo único que se sabía de él era que
vivía en palacio, y que en palacio debía tener ocultas las joyas.
Decidido
el rey a descubrir quién era, pidió ayuda a un enano sabio, famoso por su
inteligencia. Estuvo el enano algunos días por allí, mirando y escuchando,
hasta que se volvió a producir un robo. A la mañana siguiente el sabio hizo
reunir a todos los habitantes del palacio en una misma sala. Tras
inspeccionarlos a todos durante la mañana y el almuerzo sin decir palabra, el
enano comenzó a preguntar a todos, uno por uno, qué sabían de las joyas
robadas.
Una
vez más, nadie parecía haber sido el ladrón. Pero de pronto, uno de los
jardineros comenzó a toser, a retorcerse y a quejarse, y finalmente cayó al
suelo.
El
enano, con una sonrisa malvada, explicó entonces que la comida que acababan de
tomar estaba envenenada, y que el único antídoto para aquel veneno estaba
escondido dentro del rubí que había desaparecido esa noche. Y explicó cómo él
mismo había cambiado los rubíes auténticos por unos falsos pocos días antes, y
cómo esperaba que sólo el ladrón salvara su vida, si es que era especialmente
rápido...
Las
toses y quejidos se extendieron a otras personas, y el terror se apoderó de
todos los presentes. De todos, menos de uno. Un lacayo que al sentir los
primeros dolores no tardó en salir corriendo hacia el escondite en que guardaba
las joyas, de donde tomó el último rubí. Efectivamente, pudo abrirlo y beber el
extraño líquido que contenía en su interior, salvando su vida.
O
eso creía él, porque el jardinero era uno de los ayudantes del enano, y el
veneno no era más que un jarabe preparado por el pequeño investigador para
provocar unos fuertes dolores durante un rato, pero nada más. Y el lacayo así
descubierto fue detenido por los guardias y llevado inmediatamente ante la
justicia.
El
rey, agradecido, premió generosamente a su sabio consejero, y cuando le
preguntó cuál era su secreto, sonrió diciendo:
-
Yo sólo trato de conseguir que quien conoce la verdad, la de a conocer.
-
¿Y quién lo sabía? si el ladrón había engañado a todos...
-
No, majestad, a todos no. Cualquiera puede engañar a todo el mundo, pero nadie
puede engañarse a sí mismo.