Zenón
ayudaba a su padre a pescar. El padre de Zenón arrojaba el anzuelo en una
profunda poza del río y extendía el cordel por sobre las bajas ramas de los
árboles hasta la puerta de su choza con una pequeña lata, confeccionaba como
timbre, al extremo. Tintineo de esa lata anunciaba la caída de un pez, y,
entonces, padre e hijo corrían al río y después de dura brega sacaban la presa
de las aguas. No había cosa que mas gustara en este mundo a Zenón que esa pesca
emocionante.
El
ayudaba a su padre a jalar el cordel; no podían aun jalarlo solo; era apenas un
mocito de ocho a nueve años, pero muy vivaracho y valiente.
Un
día sus padres se fueron al pueblo a hacer compras recomendando a Zenón que no
se, moviera de la choza. Su padre enrolló el cordel del gran anzuelo y lo
colocó en un rincón. Pero el muchacho, tan luego como sus padres
desaparecieron, decidió ir a pescar en el río con su pequeño anzuelo de caña. y
después de sacar lombrices, para carnada, de la chacra, se marchó caña al
hombro río arriba en busca de un sitio apropiado.
Encontró
una amplia y linda playa, con agua remansada. Zenón estaba pesca que pesca en
la soledad quemada de sol, ningún tiro era perdido, tanto que ya tenía casi
cubierta de peces de toda clase y tamaño.
De
pronto el muchacho se fijo en unos montoncitos de de arena y hojarasca que se
levantaban en la playa no muy lejos de él. Eran huevos de caimanes, le
fascinaron había oído contar que los huevos de caimán, le fascinaban; había
oído contar que los huevos de caimán sonaba como campanilla al ser tocados, y
que ante ese sonido aparecían furiosas las caimanas. ¿Será cierto?
Sin
embargo, ¿Dónde estaban los caimanes? No los veía en el río.
Ya
tenía una gran sarta de pescados. Ya era hora de volver... y el atrevido Zenó
toco rápidamente con la punta de su caña no solo un montoncito, sino tres, de
modo que se produjo un simultáneo campanilleo.
Y
muchos caimanes, los ojos chispeantes y con tremendo ruido, se vinieron bosque,
de aguas arriba, de la otra ribera contra él,... Zenón felizmente, trepó como
un mono, a un árbol de su vera. Los caimanes, rabiosos, gruñendo, ojos
encendidos, topeteándose, rodearon el árbol. Zenón estaba sitiado por las
fieras, hasta que se acordó que esos animales tenían pánico al rugido del
tigre. Imitó el rugido del tigre, tan a la perfección, que los caimanes se
hicieron humo, se tiraron al río, desaparecieron en las aguas... El vivaracho
Zenón, bajo del árbol y con su sarta de pescados a la espalda regresó a su
casa.
Autor:
Francisco Izquierdo Ríos