Tito
era un manco de la mano izquierda. Sin embargo era el más travieso del pueblo.
Con el muñón golpeaba a todo el mundo.
Nunca
estaba quieto.
"¡Manco!
¡Manco!" -le decían sus camaradas de la escuela en son de insulto, de
burla, hasta que una tarde el maestro les relató en el patio la acción en que
Tito perdió la mano, Tito y Vero fueron a arponear al pez paiche de los ríos.
Iban por el río en una pequeña canoa: Tito en la proa y Vero en la popa.
La
embarcación iba río abajo, pasando a velocidad por los sectores correntosos.
Debían
pescar en un lago de selva adentro, donde había mucho paiche. Cuando llegaron
al brazo de que une el caudaloso río con el lago, entrando en él como por un
canal; este canal era tan estrecho que las ramas de los árboles chicoteaban la
canoa, amenazando voltearla.
Tito
y Yero eran expertos bogas. Con gran pericia sorteaban los peligros de pronto
un inmenso claro, lleno de luz, hirió sus ojos: era el lago que, bañado por el
alegre sol mañanero, semejaba un descomunal espejo dentro del bosque.
Una
vez en el lago, los muchachos se aprestaron a pescar: Tito debía arponear y
Vero manejar la canoa con el remo.
La
canoa se deslizaba suavemente por el lago al esfuerzo de Vero, mientras que
Tito, arrodillado, con el arpón en la mano y a ras del agua iba atento para
prenderlo en el lomo del paiche que se presentara. Pero, inesperadamente un
caimán saco a Tito de la canoa, mordiéndole el brazo, y lo hundió en el lago.
Vero se quedó de pie, con el remo en la mano. Tito estaba luchando con el
hambriento caimán en el fondo del lago.
Tito
contenía la respiración, frustrando la intención del caimán de ahogarlo para
conducirlo luego a comérselo en la orilla. De repente Tito se acordó que el
caimán suelta al hombre, si éste logra trizarle los ojos con los dedos. Le
hundió los dedos en los ojos. El saurio con el dolor, apretó las mandíbulas y
destrozó el brazo al muchacho. Tito salió a la superficie chorreando sangre
débil. Fue recogido en el acto por Vero. El caimán enfurecido y casi ciego,
persiguió a los fugitivos.
Vero
remando salvó su vida y la de su amigo. “¡Ese es Tito!”, terminó su relato el
maestro, señalando al muchacho que sonreía satisfecho.
Autor:
Francisco Izquierdo Ríos