Cuento los
reyes magos:
Hace
muchos, muchos años, vivían tres grandes Reyes, muy sabios y muy queridos por
su gente. Se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar.
Una
noche, mientras el Rey Melchor paseaba por el jardín de su palacio, buscando
una cura para unas flores que poco a poco se marchitaban y nadie sabía como
curar, vio una estrella que no era muy normal. Esa estrella bajó del cielo y lo
avisó que había nacido el hijo de Dios y que, si quería verlo, debía seguirla.
El
Rey Melchor vio que todas las flores de su jardín volvían a la vida.
Maravillado por el milagro, ordenó preparar el camello para partir tan pronto
como fuese posible. Y cogió algo de oro para ofrecerlo como regalo. Bien el
hijo de Dios se merecía un gran puñado de oro. Miró al cielo y observó que, aún
siendo ya de día, aún se veía la estrella y se dispuso a seguirla.
Esa
misma noche, el Rey Gaspar estaba ocupado ayudando a sofocar un fuego que
quemaba la gran Biblioteca Real. Libros y pergaminos ardían sin tregua y
parecía que el agua no los podría apagar. Cuando en un descuido el Rey se
encontró rodeado por el fuego, solo, en una habitación sin salida. Se alzó con
una silla y se acercó a una ventana de la habitación para poder respirar. De
repente, estando en la ventana, vió una estrella que se le acercaba
rápidamente. El Rey Gaspar se apartó de la ventana, temiendo que la estrella le
cayese encima, pero se quedó quieta en el centro de la habitación donde estaba
el Rey Gaspar y le dijo que el hijo de Dios había nacido y que si lo quería ir
a ver, la tenía que seguir. Acto seguido el fuego empezó a remitir y se apagó
solo.
Sin
pensarlo, después del milagro que había visto, ordenó preparar un camello,
cogió un puñado de incienso para regalárselo al hijo de Dios y, aunque no había
amanecido, ya salía a seguir la estrella.
Finalmente
esa misma noche la estrella aún hizo una última visita. El Rey Baltasar estaba
en su palacio buscando un león que se había fugado y corría por los pasillos de
palacio. Súbitamente, al giro de un pasillo, se encontró frente a frente con el
león. Cuando el león estaba apunto de abalanzarse sobre el Rey, una luz se
interpuso entre ellos y una voz dijo: Ha nacido el hijo de Dios, si lo quieres
venir a ver, sígueme. Dicho esto, esa luz se dirigió hacia el cielo y se
transformó en estrella. El león se apaciguó y el Rey lo pudo acompañar dócil
hasta su jaula sin más problemas. Hecho esto, el Rey ordenó preparar un
camello, cogió un poco de mirra, un regalo digno de un Rey para el hijo de Dios,
y partió para seguir la estrella antes de acabar la noche.
A
los pocos días, siguiendo la estrella, los tres Reyes se encontraron en un
cruce de caminos. Se alegraron mucho de dicho encuentro, puesto que se conocían
y hasta ese momento habían hecho el viaje solos.
Ninguno
de los tres Reyes había reparado en coger demasiada comida ni bebida para poder
salir pronto a seguir la estrella, así que los tres se paraban pidiendo
hospitalidad en las casas que se encontraban por el camino, algo de comida y
agua, para ellos y sus camellos, para poder seguir la estrella.
Por
doquier encontraron campesinos y ganaderos que de buena gana les ofrecían
alojamiento y comida. Y ellos aprovechaban para comentar la buena nueva: Iban a
ver al hijo de Dios que había nacido entre los hombres.
Después
de días de camino, llegaron a Jerusalén, una gran ciudad, capital del Reino de
Judea. Allí perdieron de vista la estrella, así que decidieron quedarse a pasar
unos días hasta ver de nuevo la estrella. ¿O era que el hijo de Dios había
nacido allí?
Querían
quedarse a las afueras de Jerusalén, y preguntar a la gente si sabía dónde
había nacido el hijo de Dios. Pero alguien avisó de la presencia de los Reyes a
Herodes, que era el gobernador de los judíos, y había mandado un page a buscar
a los Reyes y llevarlos a su palacio.
Los
Reyes no declinaron la oferta, pues estaba muy mal visto negarse a una
invitación, y pensaron que quién mejor que Herodes para saber si en su tierra
había nacido el hijo de Dios.
Al
llegar a palacio Herodes les había preparado un majestuoso banquete, el mayor
que los Reyes hubieron comido en todo el camino. A media cena Herodes les
preguntó el motivo de tan ilustre e importante visita. Fue Melchor el que
contestó: Hemos venido a ver al hijo de Dios, el mesías. Hemos seguido una
estrella que nos ha llevado hasta tu ciudad, pero aquí lo hemos perdido. ¿No
sabrás tu dónde nació el hijo de Dios?
Herodes
en ese momento se quedó pensativo. El hijo de Dios, ¡el mesías! ¿Y si había
venido a usurparle el trono? Y aún no usuarpándoselo, tal vez los judíos
preferirían seguir al hijo de Dios y no a él. Así que Herodes decidió que el
hijo de Dios era una amenaza para él. Pero no sabía en qué lugar estaba, y se
le ocurrió un plan.
No,
no sé en qué lugar nació el hijo de Dios – dijo como si nada – Pero me alegra
mucho saber que ha escogido mi reino para nacer. Buscadlo, tenéis libertad para
ir allí donde queráis. Todas las puertas os serán abiertas, pero cuando lo
encontréis, no os olvidéis de avisarme, puesto que yo también quiero adorarlo.
Los
Reyes no vieron la malicia que se escondía detrás de esas palabras y quedaron
muy satisfechos. Estuvieron todo el día por Jerusalén y, al anochecer,
volvieron a ver la estrella. Así que se pusieron en marcha.
Pronto
llegaron a un pueblo pequeño: Belén. Allí la estrella bajó en las afueras de la
ciudad y se posó sobre un establo muy pobre donde muchos pastores y campesinos
también se estaban acercando.
Los
Reyes se aproximaron cautelosamente. Vieron en medio del establo viejo un niño
recién nacido en brazos de su madre. Los pastores les dejaron llegar hasta la
madre, que se presentó. María y su hijo: Jesús.
El
Rey Melchor se acercó y recordando las flores marchitas que se habían sanado,
le dio el oro que trajo con él. El Rey Gaspar también se acercó, y recordando
las llamas que casi consumen su vida, le dio el incienso que había traído para
el hijo de Dios. Finalmente el Rey Baltasar se acercó y recordando el manso
león le dio la mirra que había traído para el mesías.
Al
salir de allí, la estrella se volvió ángel y se presentó: Soy el Arcángel
Gabriel, y os tengo que avisar. No aviséis a Herodes como os pidió, pues teme a
Jesús y sólo le desea mal.
Los
Reyes se pusieron tristes al oír esta noticia, pero se marcharon sin avisar a
Herodes y sin volver a pasar por Jerusalén.
Por
el camino los Reyes se supieron más sabios todavía, pues habían vivido la
bondad de la gente más humilde que los acogió por el camino, que les dio de
comer a cambio de nada y el mismo hijo de Dios, que había nacido entre ellos,
en un establo. Y decidieron desde entonces recorrer el mundo para celebrar la
buena nueva, repartiendo regalos y riquezas.
Pero
como entonces, los Reyes van con poca comida y bebida. Por eso es importante
que les dejéis algo de comer y beber para su largo viaje.