Hace
muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los
hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso
castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por
desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último
príncipe.
Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de
la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de
quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso
matrimonio.
"Ella
me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey.
Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió
deshacerse de los jóvenes príncipes.
La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo
con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del
castillo.
-¡Fuera
de aquí! -gritó-.
No
los quiero volver a ver nunca más.
Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo
y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno
llevaba una corona de oro en la cabeza.
La malvada reina le dijo al monarca que los
príncipes habían huido del castillo.
-Olvídate
de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar
rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de
campesinos.
Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la
mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.
-Ven,
preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.
Mientras Elisa se preparaba para tomar el
baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:
-Tú
te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca
de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.
Luego puso los sapos en el agua, que tomó un
color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el
hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina.
Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la
muchacha y le enmarañó el cabello.
Cuando
Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.
-¡Esta
no es mi hija! -exclamó el rey.
-¡Padre,
soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.
-Es
una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.
-¡Llévensela!
-ordenó el rey.
Con el corazón destrozado, Elisa se fue al
bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma
volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse
el cabello.
En
ese momento, una vieja mujer se le acercó.
-¿Ha
visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.
-No,
mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza
-respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del
crepúsculo.
Elisa se fue a la orilla del lago a esperar.
Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once
cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
Al
principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.
Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la
orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio
desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.
-¡Antonio,
Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.
Todos se reunieron en torno a ella, felices de
estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.
¡Fue
un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera
la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó
que a ella la había echado del castillo.
-De
día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el
mayor de los hermanos.
-Encontraré
la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.
Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo
lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día
siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le
daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a
una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que
volaba en una hoja.
rás
romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger
ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas
terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero
escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.
-Eso
no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para
salvar a mis hermanos!
Cuando
Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido.
En el suelo, junto a ella, había una pila de
hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los
príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante
curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.
-¿Qué
haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.
Sebastián no pudo evitar que se le llenaran
los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas
cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le
sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.
Los hermanos observaron durante un rato. El
asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar
ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.
Al
otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.
"Haré
mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me
verán."
Sin
embargo, un grupo de cazadores la descubrió.
-¿Tú
quién eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la
levantó a la fuerza.
-Quietos
-dijo una voz. Era un joven rey.
-¿Cómo
te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y
a sonreír.
-Ella
vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.
De regreso en el castillo, el joven rey
intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que
tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara
cautivaron el corazón del rey.
Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero
pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto
a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.
-Amo
a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.
-Su
majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría
ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.
Sin
embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey
y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.
Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le
acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas.
Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las
camisas de sus hermanos.
El
arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:
-Le
dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el
arzobispo.
El rey queriendo comprobar tal acusación se
fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una
tumba.
-No
lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes
hacer.
Elisa
fue acusada de brujería.
-Esposa
mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más
que mirarlo con ojos tristes.
Al otro día, la llevaron a la plaza para
quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez
camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:
-¡Quemen
a la bruja!
De repente, en el cielo aparecieron once
cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa. Al verlos, ella les lanzó de
inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se
convertían en príncipes.
Sebastián,
quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un
ala.
-¡Sálvenme!
-gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!
Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó
ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba
relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el
motivo de su silencio.
El rey también lloró de felicidad y abrazó a
su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo
haría ese sacrificio -dijo el rey.
La
multitud gritaba alborozada:
-¡Dios
bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.
-¡Tu
brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.
-No
llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como
prueba de tu amor generoso e incondicional.
FIN