En
un gran palacio situado a la entrada de un bosque, vivían antiguamente dos
niños, cuyos padres, de quienes eran amados con ternura, poseían bastantes
riquezas para comprarles juguetes y golosinas en abundancia. Los dos niños se pasaban
el día correteando y divirtiéndose en un hermoso jardín, donde iban aprendiendo
los gorjeos de los pájaros y penetrando el secreto de las llores, hasta que un
día, un día triste y melancólico, el padre y la madre se fueron para siempre al
cielo, dejando solos y abandonados en la tierra a los pobres niños.
Desde
entonces el niño, pues se trataba de un niño y una niña, cuidó de su hermanita
con esmero; pero vinieron días tristes, y otros habían de venir peores, aunque
no pudieran preverlo los dos huerfanitos.
Éstos
tenían un tío a quien no habían visto nunca. Vivía lejos, al otro lado de los
mares; pero tan pronto como tuvo noticia de la muerte de su hermano, padre de
los pequeños, apresuró su regreso y presentóse en su casa. Comprendió desde
luego que, habiendo muerto el padre, a poder de los niños iría todo el dinero,
de suerte que si el tío conseguía desembarazarse de los dos hermanitos, la
herencia iba a ser suya.
Y
cuanto más pensaba en el dinero, tanto más se aficionaba a la idea de
apropiárselo, hasta que vino a dar en un proyecto espantoso: matar a los niños
y apoderarse de su fortuna.
Al
efecto buscó a dos bandidos, a quienes pagó bien, para que se llevaran a los
pequeños a un lugar solitario del bosque y allí los mataran.
Una
hermosa mañana de sol, cuando el gorjeo de los pájaros era más alegre,
deslizáronse los bandidos sigilosamente por el jardín donde los niños estaban
jugando y se apoderaron de ellos. Los malhechores eran robustos, fuertes y de
tosco aspecto y maneras, de modo que los niños sintiéronse sobrecogidos de
miedo; pero como les dijeran aquellos hombres que los enviaba su tío, los
pequeños no se atrevieron a replicar. Llevándolos cogidos de la mano, los
bandidos acompañaron a las inocentes criaturas fuera del jardín y luego se
internaron con ellas en el bosque, hasta llegar a un paraje solitario. Habían
hecho una larga caminata; y los niños estaban fatigados, rendidos. Sentáronse
en el tronco de un árbol, mientras los bandidos se hacían a un lado a fin de
conversar en voz muy baja.
Pero
esta conversación degeneró luego en pendencia; los bandidos levantaron la voz y
se hablaban a gritos, coléricamente, pudiendo los niños entender palabras que
les hicieron temblar de terror.
-Se
nos ha pagado para que los matemos, y hay que ganar el dinero -repetía uno de
los bandidos.
Pero
el otro, más humano y piadoso, replicaba:
-¿Y
por qué matarlos? Dejémosles aquí y acaso puedan encontrar donde guarecerse.
La
niña se apretaba contra su hermanito medrosamente.
-Van
a matarnos -decía en voz baja y temblorosa.
Pero,
antes de que el hermano pudiera contestarle, se acercó a ellos el bandido que
se había mostrado más piadoso y les dijo con brusquedad:
-Estaos
aquí quietos, mientras nosotros vamos a buscar algo que comer y un lugar donde
pasar la noche.
Después
que se marcharon los bandidos, los pobres niños encontráronse solos y
abandonados en medio del bosque. No atreviéndose a presentarse de nuevo ante el
malvado de su tío y no teniendo otra casa, vagaron errantes cogidos de la mano
y con la esperanza de encontrar donde refugiarse.
El
bosque era muy hermoso, y por algún tiempo los dos muchachos se sintieron
felices viéndose rodeados de flores y helechos; pero pronto el sol se ocultó en
el Occidente; cesaron de gorjear los ruiseñores y un profundo silencio se
extendió por todas partes. Sin embargo, los niños soportaban valerosamente la
natural fatiga, el hambre, la sed y la soledad.
Poco
después, los árboles crecían tan espesos, que les fue muy difícil a los
pequeñuelos seguir el camino; y cuando la oscuridad de la noche lo hubo
envuelto todo, ya no percibieron en el bosque más que una confusa mole.
Rendidos y asustados, los niños no se atrevieron a seguir adelante, y
sentándose al pie de una encina que parecía ofrecerles protección, pronto les
rindió el sueño y, abrazados, se quedaron dormidos. Un viento suave movió las
hojas de la encina, que fueron cayendo lentamente hasta cubrirlos con un manto
de oro y carmesí.
Y
cuando amaneció el día, un hermoso ángel vino volando del cielo, tomó a los
niños en sus brazos y se los llevó al mundo glorioso de las alturas, donde sus
padres los esperaban.
FIN