Había
una vez dos bellas princesas que siendo aún pequeñas, habían sido raptadas por
un rey enemigo. Éste había ordenado llevarlas a un lago perdido, y abandonarlas
en una pequeña isla, donde permanecerían para siempre custodiadas por un
terrible monstruo marino.
Sólo
cuando el malvado rey y su corte de brujos y adivinos fueron derrotados,
pudieron en aquel país descubrir que en el destino estaba escrito que llegaría
el día en que un valiente príncipe liberaría a las princesas de su encierro.
Cuando
el viento llevó la noticia a la isla, llenó de esperanza la vida de las
princesas. La más pequeña, mucho más bella y dulce que su hermana, esperaba
pacientemente a su enamorado, moldeando pequeños adornos de flores y barro, y
cantando canciones de amor.
La
mayor, sin embargo, no se sentía a gusto esperando sin más. "Algo tendré
que hacer para ayudar al príncipe a rescatarme. Que por lo menos sepa dónde
estoy, o cómo es el monstruo que me vigila." Y decidida a facilitar el
trabajo del príncipe, se dedicó a crear hogueras, construir torres, cavar
túneles y mil cosas más. Pero el temible monstruo marino fastidiaba siempre sus
planes.
Con
el paso del tiempo, la hermana mayor se sentía más incómoda. Sabía que el
príncipe elegiría a la pequeña, así que no tenía mucho sentido seguir
esperando. Desde entonces, la joven dedicó sus esfuerzos a tratar de escapar de
la isla y del monstruo, sin preocuparse por si finalmente el príncipe
aparecería para salvarla o no.
Cada
mañana preparaba un plan de huida diferente, que el gran monstruo siempre
terminaba arruinando. Los intentos de fuga y las capturas se sucedían día tras
día, y se convirtieron en una especie de juego de ingenio entre la princesa y
su guardián. Cada intento de escapada era más original e ingenioso, y cada
forma de descubrirlo más sutil y sorprendente. Ponían tanto empeño e
imaginación en sus planes, que al acabar el juego pasaban horas comentando
amistosamente cómo habían preparado su estrategia. Y al salir la luna, se despedían
hasta el día siguiente y el monstruo volvía a las profundidades del lago.
Un
día, el monstruo despidió a la princesa diciendo:
-
Mañana te dejaré marchar. Eres una joven lista y valiente. No mereces seguir
atrapada.
Pero
a la mañana siguiente la princesa no intentó escapar. Se quedó sentada junto a
la orilla, esperando a que apareciera el monstruo.
-
¿Por qué no te has marchado?
-
No quería dejarte aquí solo. Es verdad que das bastante miedo, y eres enorme,
pero tú también eres listo y mereces algo más que vigilar princesas. ¿Por qué
no vienes conmigo?
-
No puedo- respondió con gran pena el monstruo-. No puedo separarme de la isla,
pues a ella me ata una gran cadena. Tienes que irte sola.
La
joven se acercó a la horrible fiera y la abrazó con todas sus fuerzas. Tan
fuerte lo hizo, que el animal explotó en mil pedazos. Y de entre tantos
pedacitos, surgió un joven risueño y delgaducho, pero con esa misma mirada
inteligente que tenía su amigo el monstruo.
Así
descubrieron las princesas a su príncipe salvador, quien había estado con ellas
desde el principio, sin saber que para que pudiera salvarlas antes debían
liberarlo a él. Algo que sólo había llegado a ocurrir gracias al ánimo y la
actitud de la hermana mayor.
Y
el joven príncipe, que era listo, no tuvo ninguna duda para elegir con qué
princesa casarse, dejando a la hermana pequeña con sus cantos, su belleza y su
dulzura... y buscando algún príncipe tontorrón que quisiera a una chica con tan
poca iniciativa.
Fin