EL SUEÑO DE PONGO - JOSÉ MARÍA ARGUEDAS


CUENTO - EL SUEÑO DE PONGO

Un hombrecito se encaminó a la casa- hacienda de su patrón.
Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó. “Eres gente u otra cosa” - le preguntó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
- "¡A ver! -Dijo el patrón - por lo menos sabrá lavar ollas siquiera manejar la escoba. Con esas sus manos que parecen que no son nada”. Arrodillándose el pongo beso las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina. El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba callado; comía “Si, papacito; si mamacita”, era cuanto solía decir. El patrón martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre.
Lo empujaba de la cabeza y obligaba a que se arrodillara.
- "Creo que eres perro, ¡Ladra! -le decía.
Trota de costado, como perro -seguía ordenándole el hacendado". El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El patrón reía, de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
Y así, todos los días, el patrón hacia revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre.
Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales los colonos. Pero una tarde ese hombrecito, habló muy claramente.
“Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte" - dijo. El patrón no oyó lo que decía.
“¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?” – preguntó.
"Padre mío, señor mío – empezó a hablar el hombrecito- Soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos. Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San Francisco, nos examinó con sus ojos que miran el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío”. –“¿y entonces?” -preguntó el patrón.
-“Dueño mío: apenas nuestro padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillante como el sol; bello de luz suave. Traía en sus manos una copa de oro.
- “Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que esta en la copa de oro, sobre su cuerpo del hombre”.
Y así enlució tu cuerpecito como si estuviera hecho de oro, transparente".
“Así tenía que ser – dijo el patrón, y luego preguntó: ” - ¿Y a ti? Nuestro San Francisco volvió a ordenar: “Que el más ordinario ángel traiga en un tarro excremento humano”
-¿Y entonces? Trayendo un tarro grande; Oye viejo – ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel – embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en la lata; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas ¡Rápido!
- “Así mismo tenía que ser – afirmó el patrón- ¡Continua! ¿A todo incluye ahí?”…
- No padrecito. Cuando nos vimos juntos, ante nuestro Gran Padre, el volvió a mirarnos y a ti ya a mí. Luego dijo: "Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". Nuestro Padre le encomendó al viejo ángel vigilar que su voluntad se cumpliera.

Autor: José María Arguedas.
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