Flor de amor
Amor,
no te culpo; la culpa fue mía, no hubiera yo sido de arcilla común
habría
escalado alturas más altas aún no alcanzadas, visto aire más lleno, y día más
pleno.
Desde
mi locura de pasión gastada habría tañido más clara canción,
encendido
luz más luminosa, libertad más libre, luchado con malas cabezas de hidra.
Hubieran
mis labios sido doblegados hasta hacerse música por besos que sólo hicieran
sangrar,
habrías
caminado con Bice y los ángeles en el prado verde y esmaltado.
Si
hubiera seguido el camino en que Dante viera los siete círculos brillantes,
¡Ay!,
tal vez observara los cielos abrirse, como se abrieran para el florentino.
Y
las poderosas naciones me habrían coronado, a mí que no tengo nombre ni corona;
y un
alba oriental me hallaría postrado al umbral de la Casa de la Fama.
Me
habría sentado en el círculo de mármol donde el más viejo bardo es como el más
joven,
y la
flauta siempre produce su miel, y cuerdas de lira están siempre prestas.
Hubiera
Keats sacado sus rizos himeneos del vino con adormidera,
habría
besado mi frente con boca de ambrosía, tomado la mano del noble amor en la mía.
Y en
primavera, cuando flor de manzano acaricia un pecho bruñido de paloma,
dos
jóvenes amantes yaciendo en la huerta habrían leído nuestra historia de amor.
Habrían
leído la leyenda de mi pasión, conocido el amargo secreto de mi corazón,
habrían
besado igual que nosotros, sin estar destinados por siempre a separarse.
Pues
la roja flor de nuestra vida es roída por el gusano de la verdad
y
ninguna mano puede recoger los restos caídos: pétalos de rosa juventud.
Sin
embargo, no lamento haberte amado -¡ah, qué más podía hacer un muchacho,
cuando
el diente del tiempo devora y los silenciosos años persiguen!
Sin
timón, vamos a la deriva en la tempestad y cuando la tormenta de juventud ha
pasado,
sin
lira, sin laúd ni coro, la Muerte, el piloto silencioso, arriba al fin.
Y en
la tumba no hay placer, pues el ciego gusano se ceba en la raíz,
y el
Deseo tiembla hasta tornarse ceniza, y el árbol de la pasión ya no tiene fruto.
¡Ah!,
qué más debía hacer sino amarte; aún la madre de Dios me era menos querida,
y
menos querida la elevación citérea desde el mar como un lirio argénteo.
He
elegido, he vivido mis poemas y, aunque la juventud se fuera en días perdidos,
hallé
mejor la corona de mirto del amante que la de laurel del poeta.