La
primera vez que me presenté en una escuela, que fue la del maestro Piedra- un
serrano pelirrojo, pecoso, desmedrado, hediondo, repulsivo, cuya sonrisa de
polichinela causaba escalofrío, - al verle el ceño con que me recibió y
colgados de la pared tras él, a manera de panoplia, una palmeta rechoncha y un
látigo de tres puntas, medio crispado, como tentáculo de hidra, me sentí tan
impresionado que me puse a llorar desconsoladamente.
Aquel
maestro sádico con los pobres niños torpes hacia que en vez de corona les ponía
una simulada cabeza de burro y por encima de ellos, en la pared, este letrero:
"Este soy yo".
¡Con
que desgano, con que zozobra e traba todos los días a aquel antro de tortura y
perversión!
“¡Buenos
días, maestro!”- saludaba yo, echándole una mirada investigadora para descubrir
de que guisa se había levantado aquel día el ogro. – “¡Buenos días rapazuelo!
Casi se te ha pasado la hora. Un minuto más y habría tenido que darte un par de
huevos fritos.
Veremos
ahora la lección.
-
Tu, Palacios, no lo has hecho mal esta semana. No tienes sino una mala. No irás
al cuarto... Martínez... Martínez... ¡Caramba!
Tú
no tienes ninguna. Hace tiempo que no te puedo coger, Elías... ¡Jesús!
¡Este
las tiene todas! No sé lo que voy a hacer contigo. Y tú, García,
¿Por
qué lloras? Todavía no te ha caído la cáscara de novillo y ya estas como, una
Dolorosa. Lo que me prueba que has llevado muy bien tu cuenta o que has andado
por mi libro. Vamos, todos los de tres malas un paso al frente y adentro”. Yo
tenía ya un mes y todavía no se me había perdido nada en el siniestro cuarto de
los suplicios.
El
tigre no me podía cazar, o no quería cazarme, porque yo cuando ingrese a su
escuela, temeroso de las terribles cosas que en ella pasaban, tuve el buen
cuidado de llevarle una cartita de mi padre de sacarme inmediatamente de la
escuela. Pero un día, don
Miguelito
se quedo mirándome.
-“Hombre,
lo siento mucho, pero esta semana has tenido malas en geografía, en gramática y
en religión. Un paso al frente". ¿Un paso al frente?, dije para mí, viendo
las sonrisas irónicas de todos mis compañeros y una cabeza que oscilaba en la
penumbra del cuarto ¡nunca! Me quede firme, imperturbable…-"¿No has oído
rapazuelo?"
Mi
respuesta fue decisiva y despatarrante
Y me
abrí en plena carrera y de un salto fui a dar casi en medio del arroyo, dejando
al ogro pelirrojo asombrado y la chiquillería boquiabierta. Mi abuela refunfuñó
un poco cuando se lo contaron mis primos, pero el visto bueno de mi padre
acalló las protestas. Y no volví más. Recuerdo en una de las tantas veces que
tuve que pasar delante de la escuela piedrana me di de cara con su pelirrojo
director.
Al
verme se le atragantó el humo del cigarrillo y después de toser un poco,
murmuro con ceño amenazador: - “¡Como te me escapaste, rapazuelo!”
Yo
le contesté con una sacada de lengua una de esas y un golpe de mano en el
doblez opuesto al codo de brazo izquierdo que me parece que lo tiro de
espaldas. Así fue como vengue a varias generaciones de niños flagelados.
Anónimo