Edipo,
ciego y ya muy anciano apoyado en el brazo de su hija Antígona, que le sirvió
de lazarillo, ha llegado a Colona, en las cercanías de Atenas, y se interna,
para descansar en un bosque que resulta ser el de las Euménides.
De
ello deduce que va a tener ya cumplimiento cierta antigua profecía, y que está
ya cerca el fin de sus días, y que será la bendición de esa tierra, como lo
sería de cualquier otra, y la maldición de la que le hubiera desechado, de
Tebas en concreto.
Sófocles
hará que se deje morir y enterrar en aquellos parajes para bien de Atenas; más
un, para que este favor se lo deban los atenienses precisamente a los aldeanos
del pueblo de Colona, la patria chica del poeta, los cuales pondrán en juego
toda suerte de recursos, primero para que sea recibido por las Euménides, y
luego para que ninguna fuerza humana le pueda arrancar de su plan de morir allí
y ser la bendición de Atenas.
El
coro que esta formado por colonesenses, al primer contacto con el ciego
misterioso, muestra bien su mentalidad aldeana en el espanto con que mira el
hecho de haber puesto el pie en el bosque sagrado; pero fácilmente encuentra
entre sus propios ritos supersticiosos modo de purificarlo de tal pecado,
movido por los ruegos que en una bella aria cantada le dirige Antígona, y
también por su propio egoísmo, muy rural, al oír no sé que arcanos bienes, de
que se dice portador Edipo.
Y
comienza la ruda e interesantísima lucha de los aldeanos del coro por
asegurarse la presencia de Edipo, vivo o muerto, para su patria Atenas. El
primer enemigo es Ismene, o mejor las noticias que trae de que en Tebas, los
dos hermanos, Polinice y Eteocles, prontos a declararse la guerra, reclaman la
ida de Edipo, que la decida a favor de quien el patrocine; vendrá para
conseguirlo Creonte.
Luego
el rey mismo, de Atenas, Teso, muy amado, noble y desinteresado y, digamos, tan
Ateniense, deja al ciego en plena libertad, con grande desazón del coro
campesino. Este canta entonces a Edipo un bellísimo himno a las grandezas de
Colona y del Ática general. Llega en efecto, Creonte, y, tras una deliciosa
escena de viejos, todos al cual mas charlatanes, procura, primero con suavidad
y luego por la fuerza –Raptando a su hija Antígona- , llevarse a Edipo, que
sigue obstinado en no irse.
Claman
los del coro, llega Teseo, envía un pelotón de soldados a rescatar a la joven
princesa, y, entre tanto, el coro canta al padre una oda bélica, describiendo
un supuesto encuentro entre los soldados de Teseo y los de Creonte, de
importancia infantilmente grande, y solo encaminada a sostener el ánimo de
aquél misterioso viejo privado de sus hijas. Ahora viene el peligro mayor:
ruega Teseo, y aun la misma Antígona lo insinúa, lo dejan venir al hijo ingrato
y le dejan hablar; ¡que quizá haga proposiciones aceptables!, y que se decida
conforme a lo que diga.
El
Coro siente toda la gravedad del momento, y como no duda que el hijo a de
tratar de rendir al desgraciado padre con promesas de una vida feliz en su
tierra tebana y en su ancestral trono, canta el famoso himno a los desengaños
de la vida, solo por desilusionarle, y no por que sea el helenismo fatalista,
ni Sófocles pesimista, ni porque quiera reflejar las desgracias de su propia
familia en el teatro, como lo han querido interpretar tantos comentadores, sino
solamente por mero recurso dramático de aquellos mismos que acaban de cantar el
regocijado himno de colona y de Ática.
Esta
oda triste forma, por lo demás, un bello contraste con las magnificas escenas
casi Wagnerianas del fin de la tragedia. El cuadro que sigue, de la plegaria de
Polinicie y la maldición de Edipo, es de una vida trágica maravillosa. Y
vencido ya este punto, Sófocles dedica el resto de la tragedia a describir y
hacer sentir la apoteosis de Edipo, o sea, su transito a mejor vida, entre el
espanto de los colonenses y la turbación de Antígona e Ismene, y las
misteriosas comunicaciones con Teseo.
Sófocles
narra magistralmente la muerte del viejo Edipo, que encuentra por fin término a
su desdicha en el bosque sagrado de las Euménides, cerca de Atenas, adonde
llega errante en compañía de su fiel y abnegada hija Antígona, y donde muere
desapareciendo bajo la tierra de un modo misteriosos, cumpliendose así la
predicción del Oráculo, según la cual la tierra que poseyese su sepulcro
estaría segura de vencer a todos los pueblos.